CINCUENTA AÑOS DE AMISTAD

A Lupita, Tere y Rebeca (✟).

Irma Barquet

De la adolescencia, a la juventud, a la edad madura… Es casi una vida entera. Muchas alegrías, pero también algunas penas, melenas abundantes, radiantes, castañas y ahora grises. Cincuenta años de amistad, no es solo tiempo, es historia, es vida entrelazada. Son miles de cafés compartidos, son risas que todavía resuenan en el aire, en el recuerdo, también, son silencios que se entienden sin decirse nada. Son los secretos juveniles que se transformaron en confidencias de mujeres grandes, sabias.

Cincuenta años son bodas y bautizos, llantos de despedidas, hijos que crecieron oyendo sus nombres en las conversaciones de sus madres… Son las manos que han madurado juntas, pero que siguen buscándose cuando la vida se hace pesada. Son los viajes que no salieron perfectos, pero quedaron espléndidos en el corazón.

Esas fotos del recuerdo donde aún se reconocen los rasgos, cuya nitidez ha mermado y el tiempo ha cambiado los rostros, son imágenes imborrables que permanecen en el álbum de la existencia, que evocan los momentos importantes, insustituibles.

Los brindis por lo que fue, lo que sigue siendo, y lo que aún queda por vivir. Por las que están y por quien ha partido sin remedio y que hace mucha falta. Porque la verdadera amistad no se mide en días, ni en décadas, sino en la huella que cada una deja en las demás.

Y si hay algo eterno en este mundo fugaz, es esa conexión invisible —hecha de confianza, ternura y memoria— que une a quienes han estado tanto tiempo y que recuerdan, claramente, dónde empezó la aventura.

Miro hacia atrás… nunca imaginé que llegaríamos tan lejos. En las fotos viejas —con bordes blancos y colores desteñidos— reconozco a esas muchachas que fuimos, de cabello suelto, de risas fáciles, con tremenda ilusión en los ojos… Son retazos de historia, piezas de un rompecabezas que solo nosotras sabemos armar. Cierro los ojos y todavía veo a las cuatro jóvenes, invencibles, llenas de planes que parecían infinitos. Surgió algo intangible que fue como una chispa que, desde entonces, nos une…Teníamos el mundo por delante, lo intuíamos.

Solíamos ser cuatro, no sabíamos la trascendencia. Nunca ha hecho falta hacer promesas o juramentos que incluyan un “para siempre”. Y aquí estamos, medio siglo después, con el corazón abierto, con el gozo de los atardeceres que se tornan más hermosos cuando se disfrutan juntas.

Cada una con lo suyo, sin embargo, todas somos un poco de todas, un universo muy nuestro, una sinfonía de voces, silencios, pensamientos, emociones, lo que cobra un sinfín de significados. Nos miramos y entendemos, sin palabras, que lo que tenemos no se compra ni se aprende, se construye, día a día, año a año, con paciencia, con cariño, con empatía.

A lo largo de los años ha habido de todo: Alegrías tan grandes que dolían de lo intensas, ausencias que aceptamos a cambio de muchos aprendizajes; casamientos, hijos, despedidas de padres, madres y hermanos; nos hemos reinventado. La vida nos dispersó, cada una tomó su rumbo, pero siempre, ese vínculo firme nos lleva a encontrarnos, aunque sea una vez al año. Nos ponemos al día, reímos de los últimos acontecimientos, rememoramos momentos y personas.

Platicamos tanto que el reloj parece detenerse. Somos las mismas, somos nosotras. Las reuniones son como abrir una ventana al ayer y una nueva puerta al aquí y al ahora. En ocasiones, las separaciones nos fortalecieron, bastaba una llamada, un abrazo, un saludo, para que el lazo, intacto, volviera a unirnos. Hemos aprendido a sostenernos sin condiciones. Si alguna cae, las otras extienden la mano sin preguntar nada. Esa es nuestra forma de querernos.

Recuerdo los viajes improvisados, las carcajadas que empezaban sin motivo, los secretos que se quedaron guardados para siempre; los consejos; sobre todo, la certeza de que en algún lugar del mundo hay tres mujeres que me conocen tal cual, sin máscaras y me quieren así.

Hoy, miro de nuevo nuestra imagen, con nuestras facciones un poco deslucidas, pero con los brazos abiertos, con los ojos igual de vivos. Entonces, entiendo que la amistad no se deteriora, se renueva, se asienta, se hace más fuerte.

Cincuenta años… se dice fácil. Pero dentro de esos años caben mil vidas, mil recuerdos, mil versiones de nosotras mismas.

Y mientras las observo reír, como si el tiempo nunca hubiera pasado, pienso que quizás esa es la eternidad: seguir encontrándose en el alma de las amigas que han recorrido toda la senda.

 

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