DONDE HABITAN LOS MURMULLOS
Irma Barquet / Adriana Anaya
Alguien
le contó, que la casa de su tatarabuela fue construida sobre los restos
arruinados de un recinto donde enclaustraban a personas que se les consideraba
poseedoras de ciertos poderes inexplicables, fuera del alcance de todo
raciocinio, algo así como facultades demoníacas, a quienes solían aplicarles
algunos correctivos, semejantes a torturas, para que confesaran el origen de
sus dichos o de sus hechos.
En
especial, una de las habitaciones de la gran casa, —la que había sido el
aposento de su tatarabuela, posteriormente de su bisabuela y, al final, de su
abuela—, estaba clausurada, cerrada a piedra y lodo, para evitar que alguien
pudiera profanarla.
Esa
situación estremecía su paz interior.
Shujae
poseía una belleza misteriosa. Sus ojos color violeta, le daban un toque muy
especial a su mirada, con la que atrapaba la atención de cualquier mortal. Su
figura, esbelta y refinada, atractiva, provocaba el interés de mujeres y
hombres; su larga y castaña cabellera, impaciente y juguetona, revoloteaba al
ritmo del viento que regularmente soplaba en el balcón, la parte más alta de su
casa. Era sensible, valiente, de espíritu poderoso, inteligente, observadora, intensa,
apasionada, acertada en sus comentarios.
Cansada
de escuchar, desde su infancia: “Está prohibida la entrada a esta habitación”,
tentaba su curiosidad, cada vez más y más… Se hacía mil cuestionamientos al
respecto; echaba a volar su imaginación de lo que podría encontrar ahí, en la
alcoba de sus antecesoras; buscaba las historias familiares; investigaba los
acontecimientos ocurridos en su casa, desde su origen. Miraba, insistentemente,
las fotografías de las mujeres que la antecedieron, para hurgar, en esas
imágenes, lo que ella suponía que escondieron, por años, por generaciones.
Desde
niña, había escuchado murmullos en los pasillos. No eran voces claras… eran susurros,
como si alguien rezara con los dientes apretados.
Y
cada noche, justo antes de dormirse, creía oír tres golpes secos que provenían
del muro donde, según decían, estaba aquella puerta tapiada.
Nadie
hablaba del tema. Ni su madre, ni sus tíos, ni los pocos que aún recordaban
haber visto aquella habitación abierta. Su inquietud crecía, era imposible
quedarse conforme con obedecer la orden de su madre.
Pero
una tarde de lluvia, cuando el agua resbalaba por las tejas y el viento ululaba
en las rendijas, decidió bajar al sótano donde se guardaba todo tipo de objetos
en desuso, que no tenían cabida en ninguna otra parte de la casa, olvidados por
el tiempo. Allí, cubierto de polvo, encontró un manojo de llaves oxidadas y un
pequeño espejo ovalado, con el marco agrietado. En su superficie opaca creyó
ver una figura… o el intento de una silueta, que se movía detrás de ella.
Esa
noche, al subir la escalera, el murmullo cambió de tono. Ya no era un rezo. Era
una voz apagada, débil, que repetía su nombre: “Shujae… Shujae”. Primero suave,
casi tierno… luego más nítido, más cercano, pero al mismo tiempo aterrador. Su
piel erizada la ponía en alerta.
Intentó
convencerse de que era el viento. Siempre el viento. Pero algo en ese sonido
tenía un ritmo humano, una cadencia que imitaba una alterada respiración,
sofocada, como si algo le impidiera el curso natural.
Desde
entonces, comenzó a sentir que la casa la observaba.
Los
espejos parecían retener su reflejo unos segundos más de lo necesario, como si
su imagen se negara a abandonarla, cuya expresión desesperada, de súplica, la
incitaba a permanecer con la mirada fija en ella. Las puertas, aun cerradas, aparentaban
respirar, se hinchaban con sus exhalaciones.
Su
madre notó su palidez.
—No
entres en esa parte de la casa —le advirtió nuevamente, mientras ella miraba el
muro donde alguna vez estuvo la puerta tapiada—. Hay cosas que deben seguir
dormidas.
Pero
ya era tarde.
Aquel
susurro no sólo la llamaba. La conocía. Le hablaba de su abuela, de su
bisabuela, de todas las mujeres que durmieron en esa habitación, una tras otra,
repetía las mismas palabras, hasta casi hacerla perder la razón.
Y
entonces comprendió algo que la heló por dentro: no era la habitación la que
estaba sellada… era lo que quedaba dentro de ellas, de sus abuelas, generación
tras generación, buscaban, incesantemente una salida. Atrapadas en las sombras,
quietas, con las cabezas ligeramente inclinadas, sus rostros pálidos, hundidos,
con los ojos cosidos con hilo negro, como si fueran suturas de heridas
sangrantes.
Esa
noche, mientras se miraba en el espejo ovalado, notó un ligero movimiento en su
reflejo… un leve temblor en la comisura de los labios, una sombra en los ojos,
algo que sonreía sin su permiso. Y el murmullo, volvió, más claro… más suyo.
No conciliaba
el sueño desde aquella noche… Cada vez que cerraba los ojos, sentía que el
susurro se acercaba a su oído, cálido, íntimo… como si jadeara dentro de su ser.
Tenía alucinaciones auditivas, empezó a escribir en las paredes o en cualquier pedazo
de papel, frases invertidas, provocadoras, incomprensibles.
Al
principio intentó resistirse. Encendía todas las luces, abría las ventanas,
recitaba, a medias, oraciones aprendidas. Pero nada… El murmullo seguía allí,
paciente, esperando a que se rindiera… Y se rindió.
Una
madrugada, sin luna, bajó las escaleras, descalza. Llevaba el espejo entre las
manos. Lo sostuvo frente al muro tapiado y, por un instante, creyó ver la línea
de la puerta marcada bajo la cal y las grietas. Luego escuchó un golpe, desde
adentro. La pared tembló apenas, como si algo se moviera detrás. Entonces, en
un impulso que ni ella misma entendió, apoyó la frente sobre el muro y pronunció
su nombre y también el de todas sus predecesoras. Percibió un sonido sordo que
la envolvió como una corriente de aire frío.
Sintió
que una parte suya se desprendía, una voz, un eco, una sombra que se quedaba
adentro de esos cuatro muros de la habitación de sus antepasadas, mientras ella
se alejaba, sin mirar atrás.
Por
la mañana, la encontraron en su cama, con el antiguo espejo de marco agrietado
entre las manos y una sonrisa leve, casi dulce. Su cabellera descansaba
desparpajada en la contrastante blancura de su almohadón. Decían que dormía… Su
madre sabía que no.
Desde
esa noche, en la vieja casa, cuando el viento corre por los pasillos, alguien
—si se escucha con atención— vuelve a susurrar su nombre y jura que la voz… es
la suya.
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Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarEstupendas letras; con un grato y atrayente desarrollo.
ResponderBorrarSS.
ME GUSTÓ MUCHO EL RELATO, MUY APROPIADO A LA TEMPORADA QUE SE APROXIMA. SALUDOS.
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