DONDE HABITAN LOS MURMULLOS (Parte 2)
Irma Barquet / Adriana
Anaya
Su madre no soportaba verla en
ese estado catatónico. Sabía que ella, y solo ella, era la culpable del
terrible porvenir de su hija. Sin embargo, no se resignó a aceptarlo, pudo
imaginar lo que podría sucederle en el tiempo, pues implicaba la disposición incondicional,
en cuerpo y alma, para conseguir, a como diera lugar, el mandato por designio.
Desde hacía generaciones, su
familia había pertenecido al culto de Manat, la diosa islámica del destino. Su
tatarabuela había sido sacerdotisa, al igual que su bisabuela y su abuela. El
linaje femenino entero estaba consagrado a servirle.
Ella debía continuar el legado…
pero lo negó. Negó su destino, y prefirió enterrarlo —literalmente— bajo piedra
y cal. Creyó que con el silencio y el olvido bastaba. Pero no hay olvido cuando
se trata de una diosa… Manat no perdona a quien la niega. Sabía que, tarde o
temprano, regresaría a reclamar lo que era suyo. Lo que por precepto divino le
pertenecía: su sangre, sus hijas, su estirpe.
Desesperada, la madre acudió con
una vieja sacerdotisa, la única que aún conocía los ritos antiguos.
Entre el humo del incienso y la
penumbra, la anciana le advirtió con voz grave:
—La diosa es implacable con
quienes la niegan… pero quizás pueda estudiarse el modo de restablecer el
orden. Si es que aún hay tiempo.
Pasaron meses. La anciana se
reunió con sacerdotisas de otros cultos, pidió señales, consultó los sueños, los
oráculos. Hasta que, una noche oscura, sin luna, la respuesta llegó:
—El orden podrá restablecerse
—dijo— si permites que tus antepasadas completen el curso de su destino. Debes
aceptar el tuyo, y tu hija el suyo. Solo así la diosa dejará de reclamar lo que
le pertenece, de lo contrario, serán condenadas a permanecer entre las sombras…
donde los hilos que dirigieron sus vidas se enredan y se pudren.
El ritual debía hacerse el 2 de
noviembre, día en que los mundos se tocan.
La madre aceptó sin dudar. Solo
deseaba volver a ver a su hija abrir los ojos… y que el violeta de su mirada la
reconociera otra vez al conservar su esencia.
Así, cuando llegó el día
señalado, acudieron al antiguo caserón las sacerdotisas convocadas: la de
Manat, la de Mictecacíhuatl, la de Perséfone y la de Ixquic, diosas de la muerte
y de los espíritus de la oscuridad. Nunca antes tantas guardianas del
inframundo habían compartido un mismo rito.
El aire se volvió denso, el suelo
tembló, una luz mortecina iluminó la pared tapiada.
Las mujeres comenzaron a entonar
cantos en lenguas antiguas. Sus voces se cruzaban, graves y agudas, como
corrientes opuestas. Y cuando el último eco se extinguió, el muro se desmoronó
en polvo, liberando tres enormes sombras que salieron en silencio y se
disolvieron en la tierra.
La madre cayó de rodillas, y con
la frente pegada al suelo pronunció:
—Desde hoy acepto mi destino como
sacerdotisa de Manat. Guío los designios que me sean concedidos. Instruiré a mi
hija Shujae para que, a mi partida, ella continúe la senda… y así, generación
tras generación, por los siglos de los siglos.
Entonces, Shujae abrió los ojos. Pero
su mirada ya no era la misma. Su sonrisa tenía una serenidad que helaba el
alma. Su voz, un murmullo grave que parecía venir de muy lejos, repetía una y
otra vez, que aceptaba la misión asignada por las sacerdotisas para continuar
el plan que Manat tenía para ella. El susurro tomó más fuerza hasta formar un
eco que invadió el recinto completo.
La diosa había reclamado lo suyo.
Lo que Manat concede, concedido queda… Y hay de quién ose negarla, porque sobre
esa mujer y sus descendientes, caerá una maldición que no conocerá fin.
Las sacerdotisas se retiraron una
a una. Antes de marcharse, tocaron con firmeza el rostro y las manos de Shujae,
sellando así y para siempre, su hado.
La madre, temblorosa, quiso
ocupar la habitación liberada. Pero su hija la detuvo.
—Esa habitación me pertenece
—dijo—. Como me pertenece tu destino… y el de todas las que vendrán después.
Sus ojos violetas se habían
vuelto fríos como el cuarzo, su piel parecía de mármol, su rostro adoptó una
expresión inclemente, casi inhumana, cuando habló otra vez, su voz fue apenas
un suspiro:
—La diosa ya ha decidido: yo soy
su voz.
Desde esa noche, la casa volvió a
guardar silencio. Solo, a veces, cuando sopla el viento entre los muros, se
escucha un eco leve, como de muchas voces que se responden entre sí… las voces
de las que ya descansan. Y entre todas, una más joven, más firme, más clara: La
de Shujae.
Dicen que toda casa tiene un
corazón, y que el de aquella nunca volvió a latir igual.
Desde entonces, las noches de
viento traen murmullos que parecen oraciones o lamentos. Nadie sabe bien si son
ruegos o promesas.
A veces, al pasar frente al lugar donde estuvo el viejo muro, puede oírse un susurro que pronuncia nombres antiguos, los de las mujeres que el tiempo quiso borrar. Si alguien se atreve a escuchar con atención, jura que entre todas esas voces se alza una más clara, serena, poderosa… La de Shujae, quien aceptó su destino, la que guarda las sendas del silencio. La voz de las que no descansan.
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