EN NAVIDAD

 Irma Barquet

¡Cómo ha corrido el tiempo! Será porque es el último mes del año y nos hemos dado cuenta de lo rápido que se escurren los días, como luces que se apagan una a una en el árbol, dejándonos el corazón lleno de recuerdos. Diciembre llega con ese rumor de campanas suaves, con el frío que invita a acercarnos, a mirar atrás sin prisa y agradecer lo vivido. Es el mes en que el alma hace inventario: lo que dolió, lo que sanó, lo que quedó pendiente… y también lo que brilló. Entre abrazos que reconcilian y silencios que consuelan, el año se despide despacio, pidiéndonos que guardemos lo esencial y dejemos ir lo que ya cumplió su tiempo.

Ahora se respira un ambiente, además de frío, festivo, navideño, nostálgico… Los planes de la cena familiar de Noche Buena no se escatiman, que dónde la vamos a pasar, qué vamos a incluir en el menú, quién me tocó en el intercambio de regalos, qué va a llevar cada invitado… y entre tantas preguntas prácticas se cuela la verdadera expectativa: que estemos todos, que nadie falte, que la mesa se llene no solo de platillos sino de risas conocidas. Porque al final, más allá de recetas y listas, lo que se cocina esa noche es la memoria, las historias que se repiten, los brindis que honran a quienes ya no están y el calor de sabernos en familia, reunida una vez más alrededor de lo esencial.

Los recuerdos se agolpan: aquellos seres queridos que han emprendido el viaje a la eternidad; los dichos y gustos de los que no estarán en la reunión; el recuento de los acontecimientos recientes más significativos, pero también de otras épocas, quizá de la vida entera. Y entonces entendemos que la Navidad también es un encuentro silencioso con los que viven en nosotros. Sus voces regresan en una frase repetida, en un platillo que nadie más sabe preparar igual, en una silla que parece vacía, pero está llena de presencia. Entre la nostalgia y la gratitud, el tiempo se vuelve un hilo continuo donde pasado y presente se toman de la mano, recordándonos que el amor no se va, solo cambia de forma.

La casa está pletórica de adornos alusivos a las fiestas decembrinas como las coronas de pino o eucalipto naturales, cuyo aroma nos hace evocar nuestra infancia impregnada de alegría o de melancolía; la representación del nacimiento en Belén, derroche de creatividad y belleza, en el que prevalecen las figuras de cada personaje que nos permite presumir que conocemos bien esa historia; un arbolito colorido y reluciente que da cobijo a los más vistosos paquetes que despiertan la curiosidad de chicos y grandes. Todo parece respirar una calma especial, como si la casa misma se preparara para recibir algo sagrado: la risa compartida, el asombro intacto, la esperanza que se renueva. Cada adorno no solo decora, sino que guarda un recuerdo, una mano que lo colocó otros años, una promesa silenciosa de volver a reunirnos. Y así, entre luces tibias y sombras amables, el hogar se transforma en refugio, en abrazo, en ese lugar al que siempre queremos regresar.

Nos reunimos en torno a una mesa, a degustar manjares de la temporada, casi siempre los mismos de los años anteriores, como si fuera una tradición impuesta por cada familia: “Así los preparaba mi madre”; “mi padre solía servir el magnífico espirituoso para brindar a media noche”; “el tradicional postre que completa la obra culinaria, muestra del cariño de esas manos que la han confeccionado con esmero”. Y en cada bocado se confirma la herencia, no escrita pero viva, que pasa de generación en generación. Comer juntos se vuelve un acto de amor y memoria, es una forma de decir aquí seguimos, aquí estamos, honrando a quienes nos enseñaron que la mesa es un lugar sagrado donde el tiempo se detiene y el corazón se ensancha.

El sentimiento exacerbado está presente durante toda la velada. Se levantan y chocan las copas en un ferviente deseo de dicha y salud para los reunidos. Se dan y se reciben los regalos que simbolizan la generosidad, el amor y la gratitud, inspirados por el nacimiento del Niño Jesús. Y en ese instante, breve pero eterno, la familia se reconoce frágil y valiosa, consciente de que no hay obsequio más grande que estar juntos, mirarse a los ojos y saberse necesarios. La Noche Buena se convierte entonces en una tregua luminosa, un recordatorio de lo que somos capaces de cuidar, de perdonar y de amar cuando el corazón se deja guiar por la esperanza.

Una posada tradicional es una gozada, entre el vértigo de sostener la velita encendida y cantar la letanía que, en general, olvidamos tanto la letra como la tonada, lo importante es la unión de todos los corazones de las personas del convite, en la sola intención de revivir el Nacimiento y lo que significa. La voz titubea, pero el ánimo es firme. Pedir posada es, también, pedir cobijo para el alma, reconocerse en la empatía, en el perdón y en la ilusión compartida. Y cuando al fin se abren las puertas, no solo entra el canto y la luz, sino la certeza de que, mientras estemos dispuestos a recibirnos unos a otros, la Navidad seguirá naciendo en nosotros.

Entregar los regalos como símbolo de aceptación, de afecto, de estar en el pensamiento de quien da. Al extender las manos se ofrece también tiempo, recuerdo y deseo de permanencia y quien los recibe pone de manifiesto su corazón, de par en par, sensible, pues al tomarlo, se acoge algo más que un obsequio, se extiende un lazo que se renueva, un cariño que se afirma y una emoción que, silenciosa, encuentra su lugar en lo más hondo del alma. No es el objeto lo que habla, sino la intención: ese gesto sencillo que dice te veo, te conozco, te valoro.

La celebración termina en el momento preciso para hacer patente la siguiente cita, quizá en el mismo lugar, a la misma hora, con la predisposición a la alegría, al entusiasmo, al amor. No es una despedida, sino una promesa, un acuerdo silencioso de volver a encontrarnos con el corazón y los brazos abiertos. La noche se repliega despacio, dejando encendidas pequeñas luces interiores que nos acompañarán el resto del año, recordándonos que siempre habrá un motivo para reunirnos, celebrar y amar, aun cuando la Navidad haya guardado sus adornos.

Con los deseos fervientes de salud, de amor, cerramos el círculo de la noche como una oración sencilla y profunda. Que la vida nos conceda tiempo para volver a sentarnos juntos, con palabras que sanen, con manos que acompañen y con corazones capaces de reconocerse aun en la distancia. Que la dicha no sea solo un deseo pronunciado al brindar, sino un lazo constante que nos sostenga, nos cuide y nos recuerde, día a día, que lo verdaderamente importante es la unión en el sentimiento más encarecido.

Deseo que esta Navidad nos regale la presencia de quienes están, la de quienes viven en nuestra memoria y la de nosotros mismos, atentos y agradecidos. Que la paz encuentre casa en cada corazón, que el amor se vuelva gesto cotidiano y que la esperanza nos acompañe más allá de estas fechas, como una luz que permanece encendida.

 

Contenidos relacionados:

El día más feliz http://irmabarquetcomparte.blogspot.com/2017/12/el-dia-mas-feliz.html  

Mi sobresalto http://irmabarquetcomparte.blogspot.com/2018/12/mi-sobresalto.html

Comentarios

  1. PARECE QUE CADA AÑO PASA MÁS Y MÁS RÁPIDO, EMPIEZO A ADORNAR DESDE PRINCIPIOS DE NOVIEMBRE CON LA ESPERANZA DE QUE LA SENSACIÓN DE LAS FIESTAS DURE TODO LO POSIBLE. PARA MI, LA MEJOR PARTE DEL AÑO. FESTEJEMOS LA VIDA, LA AMISTAD Y LA FAMILIA. GRACIAS POR EL 2025 Y UN MEJOR 2026. SALUDOS.

    ResponderBorrar
  2. Gran sensibilidad, de una pluma que se sabe parte de otro corazón.
    SS.

    ResponderBorrar
  3. Gracias Irma por compartir estas palabras que nos hacen reflexionar para tener una navidad más calurosa con las familias

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Entradas más populares de este blog

LOS PACHUCOS

MI MÉXICO Y EL DE MI NIETA

EL CORAZÓN DE MI HERMANO