LOS RECUERDOS



Irma Barquet

Mucho se ha dicho acerca de que los recuerdos pueden salvar vidas. Me refiero al planteamiento que hace Viktor Frankl, en El Hombre en Busca de Sentido, cuando menciona que, gracias a los momentos gratos guardados en su memoria, le fue posible sobrevivir al holocausto.

Cualquier persona ha vivido experiencias placenteras y desagradables, las que persisten en la memoria y en las sensaciones. Los momentos se caracterizan por dejar esa huella en lo más recóndito del corazón y del cerebro, con la oportunidad de evocarlos en tanto se escuchan ciertas palabras, melodías, se perciben aromas, colores, se tocan texturas, se degustan sabores, en fin…

Los interminables viajes a través de la imaginación que he podido hacer, por medio de la lectura, sobre todo, me han permitido hacer remembranzas de personas con las que he coincidido en determinado momento y punto en mi trayecto de vida. Haber leído un cuento que hace algún tiempo escribí, atrajo mi pensamiento a aquella persona con quien, en ese momento, protagonizaba ciertos sucesos.

Recordé su nombre, su cara, su voz, los momentos que pasamos juntos, los viajes que hicimos al extranjero. Solíamos pasar ratos prolongados por teléfono, cuando era imposible estar cerca. Las pláticas y las risas eran únicas. La sensación de su presencia y de su calor llenaba mi existencia.

Reviví la maravillosa experiencia que compartimos en la visita a aquella zona arqueológica de predominio maya, representada por columnas de piedra, espléndidas. Los vestigios de una cultura milenaria que valoró enormemente los recursos naturales y dejó un gran legado en artefactos elaborados a base de jade y obsidiana.

El interminable camino en automóvil, por una carretera deteriorada y peligrosa, que impedía la tranquilidad, alteraba nuestros nervios, al grado de hacer chistes de cualquier cosa para evadir, con risas simples, el sentimiento de riesgo ante la amenaza de un recorrido nocturno y desconocido.

Traje a mi memoria la bienvenida de los anfitriones en otro viaje que hicimos hacia el país vecino del norte que, para aparentar ser tan deshumanizados, fueron muy cálidos y simpáticos, cuando mostraron aquel rótulo alusivo al recibimiento con nuestros nombres grabados en letras muy vistosas.

Los espléndidos sabores combinados en los diferentes platillos típicos de los lugares donde permanecimos, envueltos en una magia que vaticinaba la mejor forma de vida, con la natural voluntad de aceptar cualquier cosa en el devenir de algo implícito, magnífico.

El objeto que elegí como ancla de su persona, pletórico de simbolismos per sé y que aún conservo.

Solía endulzar mi oído con la paráfrasis de las canciones más emotivas y románticas: “… cuánto me debía el destino que contigo me pagó…”, “… no hago otra cosa que pensar en ti…”.

La letra dibujada en las múltiples cartas que me escribió, con excelente caligrafía y ortografía, así como con un gusto maravilloso con el que enlazaba las palabras, las ideas y los testimonios que me dejó en una incontable colección epistolar.

Sus graciosas imitaciones de diferentes personajes existentes o inventados, que me hacían explotar a carcajadas y participar en las parodias improvisadas, que nos dejaba exhaustos como resultado de las sonoras risas y de la agilidad mental que las caracterizaba.

La diversión que me provocaba, hizo que me enamorara de su sentido del humor, de sus gestos, de sus manos, de su voz, cuando me decía bajito, secretos desde el fondo de su corazón, con susurros que parecían estruendos para mis fibras más sensibles.

Nuestras almas se congregaron y estaban dispuestas a todo, a lo más osado… compartir era una tarea obligada cuando había esa unión indestructible.

De repente, se fue, al más allá. Emprendió el viaje a la eternidad. Abre brecha para cuando nos encontremos.

Tal parece que se lo tragó la tierra, literalmente. Se fue así, como llegó. Se esfumó repentinamente. Es casi una condena cuando se dice que “nada es para siempre…”, “no hay felicidad completa…”, “demasiado bello para ser verdad…”.

Cuando escapan los más sentidos suspiros, desde lo profundo, se contienen las lágrimas y los recuerdos están a flor de piel, constantes, agolpados en la mente y en el corazón, ejercen una fuerza extraña y necesariamente se asumen, se gozan, se atrapan, como el principal pretexto para aprisionar los días felices.

Ahora me regodeo con los recuerdos, que para eso son: para tener viva la presencia de las personas más queridas, significativas y que imprimieron las vivencias más reveladoras, que llevan a la seguridad de haber valido la pena…

Donde quiera que se encuentre… allá estoy… a través de los recuerdos.






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