LAS QUE VINIERON ANTES
Irma Barquet
A todas mis
antecesoras.
Cuando era niña, mi mundo era muy
breve, muy corto, sin dimensión de las personas importantes que existían o
existieron en mi vida. Conocí a quienes estaban en casa, a esas mujeres que me
ayudaron a hacer los cimientos para construir una plataforma firme, grande,
sobre la que empecé, con ellas, a edificar lo que en algún momento se
convertiría en mi propia historia.
Viajé con su compañía, sin saber,
a ciencia cierta, quiénes eran y lo que significaban. Con el correr de los
años, empecé a darme cuenta de la importancia que tenían. A algunas no las
conocí, ya no estaban en este plano cuando llegué, habían partido. Dejaron
todo un legado que sirvió, en silencio, para apuntalar mi vida.
Sé sus nombres. Los musito, para
mí. Recuerdo sus miradas porque vi, algunas de ellas, que me sonreían con los
ojos cariñosos. Otros ojos, solo los vi en imágenes inertes, pero pude
percibir su bondad y fantaseaba con lo hermoso que hubiera sido sentir su
calor, escuchar sus palabras. Ellas, vinieron antes.
A veces, las miraba en sueños,
como si hubieran formado una larga fila, una detrás de otra. Y, más atrás,
escuché, como un eco lejano, el canto de una de ellas, que cantaba para no
olvidarse de sí misma. Me decían palabras que no entendía, alzaban los brazos
victoriosos por la heredad, orgullosas de su trascendencia en nuevas
generaciones de más mujeres valiosas y fuertes, listas, siempre, para la lucha
del día a día.
Sus atribulados años las
forjaron, las fortalecieron, callaban, aguantaban todo el peso de la condición
de las mujeres de su época y así transmitieron lo necesario a sus hijas, a sus
nietas. Les enseñaron que la vida presenta un espectro enorme de costumbres que
había que repetir una y otra vez, con aroma a rutina, más que a libertad, sin
caer en cuenta que también existían otras sendas, con mejores posibilidades. En
ocasiones no les daba tiempo de enmendar aquellos trayectos que les dolían, sin
embargo, fueron grandes enseñanzas. En algún momento se quedaron solas, pero no
vacías. Ellas eran sus propias aliadas. Allanaron mi camino.
Madre, abuelas, bisabuelas, son
solo unas cuantas que figuran en mi genealogía que, aunque me es imposible
nombrarlas, sé que la cadena es enorme. Cada una dejó huellas imborrables, que
pasaron de generación en generación. Las evoco como si fueran susurros casi
imperceptibles. Sus voces reales o imaginarias, endulzan mis oídos. Sus rasgos
tan similares, son mi sello característico, las llevo en mi piel. Sus dichos,
su ejemplo... inolvidables. Han sido modelos.
Mujeres inteligentes, valientes,
prolíficas y hermosas. Tal parece que su principal cometido en esta dimensión
material era ser madres, cuidar de su progenie. ¡Vaya que les tocó parir!
Hicieron su hogar, en el campo o en las ciudades. Fieles, cada una, a su
hombre, sin importar, quizá, su condición… que “bien o mal era su cónyuge de
sacramento, su autor, su legítimo perjudicador”, como dice Cien años de
soledad… Educaron bajo los más estrictos cánones morales y sociales; asistieron
entregadamente, en enfermedades; prepararon los más deliciosos manjares; confeccionaron
las prendas de vestir más bellas; bordaron y tejieron enormes géneros para
adornar sus casas; cantaron las más tiernas canciones de cuna para arrullar a
sus críos.
Cuando pienso en ellas, imagino
que sus sensibles corazones crearon las más profundas sinfonías de sentimientos
y emociones; adivino que sus despiertas mentes, eran capaces de concebir
pensamientos tan lógicos como inquietantes; que sus manos, tanto generosas como
fuertes, podían realizar imprescindibles acciones.
Fueron recias y también dulces;
combativas y apacibles; protectoras y permisivas; duras y cariñosas; capaces de
reprender y de alabar. ¡Mandonas, como ellas solas! Criaron personas íntegras.
Su estirpe se extendió.
Guillermina, mi madre, era una
niña bien, de Coyoacán, estudió en la Escuela Bancaria y Comercial, formó una
familia de cuatro descendientes; quedó sola por viudez; con su trabajo
incansable, los sacó adelante.
Sofía, mi abuela materna,
moreliana que radicó casi toda su vida en la capital del país, procreó a veinte
hombres y mujeres; también estuvo unos años sola y fue capaz de procurar a esa
veintena.
Margarita, mi abuela paterna, salió
de su lugar de origen: Monte Líbano, en Líbano, en un barco francés con rumbo a
Veracruz; engendró y se hizo cargo de nueve, hombres y mujeres, en un país
ajeno al suyo.
No sé sus historias completas, ni
sus pensamientos, ni sus emociones... Pero sé que sus decisiones, sus luchas,
sus silencios, viven en mí como raíces bajo tierra. De alguna manera, gracias a
ellas, aprendí que la maternidad y las labores mujeriles no son el único
destino de las mujeres. Me heredaron la fuerza para seguir, incluso en caminos sinuosos.
Y ahora, cuando escribo, cuando amo, cuando me enojo o me callo, siento que no
soy una sola, que dentro de mí hay un coro de mujeres antiguas, con sus cantos,
sus lágrimas, sus risas.
Yo soy esas mujeres, las que
vinieron antes.
Fotografías de mi álbum familiar.
De izquierda a derecha: Guillermina
Rodríguez, mi madre; Sofía Pueblita, mi abuela materna; Margarita It, mi abuela
paterna.
QUE BUEN RELATO,GRACIAS POR COMPARTIRLO. SOMOS CAUSA Y CONSECUENCIA DE NUESTROS ANTECESORES, NOS DEJARON HUELLA, AVECES INDELEBLE. SALUDOS.
ResponderBorrarHola Irmita, cómo siempre excelente relato, mil gracias por compartirlo
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