LAS MUÑECAS JAPONESAS

 

Irma Barquet

 

Corría algún año de la década de los 60, del XX, cuando el papá y la mamá salieron rumbo al país del sol naciente, por asuntos de negocios. Aunque se trataba de un viaje de trabajo, tenían toda la disposición para conocer aquellos lares y disfrutar de su estancia. La despedida fue muy emotiva pues pasaría más de un mes antes de su regreso: “Se cuidan mucho mis hijitos”, dijo la mamá con el corazón que casi se le salía del pecho, pero llena de ilusión y emoción por su partida hacia tierras tan lejanas. “Se portan bien…”, su recomendación de siempre. Era la primera ocasión que se ausentaban por tanto tiempo. “Les vamos a llamar, por si algo se les ofrece”, afirmó el papá, al tiempo que les dieron la bendición a sus cuatro retoños.

Era obvio que se quedaran a cargo los hijos más grandes: dos jóvenes, un varón y una chica, que todavía no cumplían la mayoría de edad, pero la que tenían era suficiente para asumir la responsabilidad de cuidar a sus hermanas menores y asegurar que la dinámica doméstica siguiera caminando como relojito. Estoicamente se comprometieron a cumplir a cabalidad, no obstante, la tentación de aprovechar esos días solos, sin papá y sin mamá, les atraía enormemente, como si en su interior repiquetearan campanitas de libertad. La rutina se llevaba a cabo con algunas trabas que surgían por la ausencia del alto mando, pero nada que no pudieran resolver.

Una tarde, la mayor de las dos hermanitas dijo a la menor, que no tenía ganas de ir a la escuela al día siguiente. Su mejor amiga de la clase le pasó una fórmula muy efectiva para provocar que le diera fiebre, lo que permitiría quedarse en casa por motivos de enfermedad. Parecía muy segura de la recomendación, decidida a llevarla a cabo y así tener el mejor pretexto para evadir su obligación escolar.

Puso manos a la obra y con los ingredientes secretos preparó aquel potingue que ingirió inmediatamente. La espera para que le hiciera efecto fue un poco desesperante, pues no sentía el menor malestar, lo que la desilusionó de momento y condenó a su amiga por haberla engañado en ese tema tan serio. Se dispuso a realizar lo necesario para ir a dormir y, resignada, pensó en tener que levantarse temprano al día siguiente para asistir a la escuela.

Pasó una noche terrible con algunas molestias, entre las cuales, la tan ansiada fiebre. Estaban los hermanos vueltos locos pues no sabían qué hacer a esas horas. Le dieron un mejoralito con la esperanza hacer ceder la calentura y lograr tranquilidad para que fuera el tiempo de consultar a un médico. El diagnóstico: ¡Sarampión! ¡A la pócima se le pasó la mano!

La prescripción fue ejecutada, literalmente, por una señora que aplicaba inyecciones por una módica cantidad. Ella era el terror de la colonia. Las demás recomendaciones médicas fueron cumplidas a pie juntillas. ¡Ah!, pero no faltó el sabio consejo de la comadrita: “Poner cortinas rojas en las ventanas y papel de china, del mismo color, en las lámparas de la recámara, para oscurecer el ambiente y el mal se va pronto”. La hermana mayor fue a todas… La salud era lo principal, además, tenía que ¡entregar cuentas!

Imposible decir que la chiquilla no logró su cometido. No solo faltó a la escuela uno, sino cuarenta días. Bastaba con mirar su semblante y sus ojitos llorosos que hacían adivinar el estado de su salud y quizá su ¿arrepentimiento? Posiblemente repetía, para sí misma, no volverlo a hacer en toda su vida. Su hermanita menor la veía desde el quicio de la puerta de la habitación, le preguntaba cómo se sentía, pues la extrañaba muchísimo en los juegos y en todas las actividades que solían compartir. Ambas se entristecían ante la imposibilidad de estar juntas.

Como dicen por ahí: “Las cosas no vienen solas…”. Después de más o menos dos semanas, la hermanita más chica fue contagiada del mismo mal ¡Y sin tomar brebajes! Eran dos enfermitas de guardar cuarentena, de darle gusto a las inyecciones y de esparcirles polvo de haba en todo el cuerpo para evitar la comezón. “No se pueden rascar porque se les quedan marcadas las ronchas”, decía la hermana mayor al par de escuinclas. ¡Qué numerito: cuidar a dos niñas y con todo lo que tenía que hacer para realizar las tareas que le habían encomendado papá y mamá!

Las hermanitas, ahora eran compañeras del mismo mal, pero seguían separadas, por razones de salud, lo que las hacía sentir mucho más alejadas, aunque solidarias.

Recibieron tarjetas postales de Japón, con vistas hermosas de lugares y pagodas, de budas y tradiciones. Los amorosos mensajes dirigidos a cada uno de sus hijos, en forma individual. Mamá las escribía de su puño y letra, mismas que firmaban “mamá y papá”. Sus corazones se llenaban de alegría al tener sus noticias, aun cuando estuvieran en situaciones poco alentadoras.

Los hermanos mayores trataban de ponerse de acuerdo en decirles a sus padres por las que estaban pasando. “No debemos decirles porque fueron de trabajo (y de paseo). Ya tenemos bajo control las cosas, sigamos así hasta que logren sanar, lo más difícil ya ha pasado”. “Se van a enojar por no haberles comunicado lo relacionado con la salud de las niñas”, debatían entre ellos.

El final de las cuarentenas coincidió con la llegada de papá y mamá. Fueron extremadamente bien recibidos… extrañados. Las sonrisas iluminaron sus rostros al encontrar a sus hijos en perfecto estado, sanos y salvos. Los abrazos no se hicieron esperar. El entusiasmo de ese momento se reflejaba en sus miradas, en lo que expresaban abiertamente. Les platicaron algunas anécdotas y las principales experiencias del viaje, así como de los lugares en diferentes ciudades que tuvieron oportunidad de conocer. Traían las maletas repletas de objetos típicos de Japón.

No podían faltar lo regalos adquiridos y traídos con tanto amor para sus hijos, pensados de forma exclusiva para cada uno. Entre esas cosas, especialmente para las tres hijas, unas cajitas musicales que se escuchaban como si fueran los acordes originales, esas notas endulzaban el oído y se anidaban en el corazón. Las cajitas servían de base para sostener unas piezas artesanales, cuyo atavío era a la usanza tradicional. Era menester darles cuerda para que sonaran y empezaran a dar vueltas, lentamente, unas preciosas muñecas japonesas. Fueron el mejor bálsamo después de haber pasado por tantos avatares.





Comentarios

  1. Gracias, buenas publicaciones que me gustan mucho. Saludos.

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  2. Siempre leeo tus publicaciones y me gustan mucho, gracias.

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  3. Muy buena historia Irma, me recordo una historia que escuche de alguien muy querido en ciudad de Mexico - Saludos !

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  4. AL MENOS SE LE CUMPLIÓ EL ANHELO DE NO IR A LA ESCUELA A LA PEQUEÑA, BUEN RELATO,COMO SIEMPRE. SALUDOS.

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  5. Qué bonito relato, las muñecas están preciosas, lo más seguro es que nunca más prepararon un menjurje para faltar a la escuela, pero tengo una duda.. los papás supieron de la viruela? Abrazos

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  6. Ficción o realidad? Seguramente a alguien le pasó algo similar 🤪

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