11-66-11
Irma Barquet
“El fin de semana, nos vamos a
Aguascalientes”, dijo mi padre, a quien le gustaba visitar esa ciudad, por lo
menos dos veces: una en Semana Santa y otra en el último trimestre del año.
Allá vivía un amigo suyo muy querido con su familia. Tan apreciado, que mis
padres llevaron a su hijo menor a la pila bautismal.
El viaje lo emprendíamos por
carretera. La familia entera a bordo del flamantísimo Valiant, de algún año de
la década de los 60 del siglo pasado. Vehículo de cuatro puertas con asientos
de banca, en el delantero tenía un descansabrazo abatible, era mi privilegiado lugar
de viaje. Era estándar, con la palanca en la columna de la dirección, a tres
velocidades más la reversa. El mango de la palanca de velocidades, los botones para
encender los faros y activar los limpiadores del parabrisas y las perillas de
las manijas de los elevadores de cristales eran de pasta, del mismo tipo. En el
tablero tenía el velocímetro junto con el odómetro, la radio de amplitud
modulada y otros dos o tres indicadores como el de gasolina y el de la temperatura,
“la cajuelita de guantes” como le decía mi padre, un cenicero con encendedor, amén
de los que había en la parte trasera del automóvil.
En el centro del volante lucía el
logotipo de la marca, era de pasta con dos brazos de los cuales se sujetaba
casi una media luna metálica con lo que, al sumirla, se escuchaba el sonido del
claxon; del lado izquierdo en la columna de la dirección estaba la palanquita
de los focos direccionales. El cambio de luces se hacía con un botón al piso.
De piloto iba mi hermano Memo,
quien hacía sus pininos bajo la dirección estricta de mi padre, que, como
copiloto daba las instrucciones precisas del manejo seguro además de la guía
del camino correcto que nos llevaba a nuestro destino. Atrás iban mis hermanas
y mi madre. Yo iba muy atenta de las instrucciones que le daba mi padre a mi
hermano, así como de las características de la carretera que se sabía como la
palma de su mano. Fue para mí un aprendizaje importante, para ponerlo en
práctica cuando me ha tocado pilotear en las autopistas.
Visitar a los Compadres de
Aguascalientes era algo muy esperado por nosotros pues significaba diversión.
La Comadre era una mujer muy simpática, contaba chistes y sonreía todo el
tiempo, nos recibía en su casa con mucho cariño, compartíamos su mesa y sus
deliciosos guisos. Yo le decía “Comadre” porque creía que ese era su nombre.
La ciudad de Aguascalientes,
capital del estado que lleva el mismo nombre, está en el ombligo del país, o, por
lo menos, así se lo adjudican, pues en la Plaza de la Patria se encuentra una
columna que marca el punto exacto. Esa ciudad tiene un montón de atractivos
turísticos para visitar como el Jardín San Marcos; su feria Nacional que dura
tres semanas entre abril y mayo de cada año, en un magnífico recinto que cuenta
con una plaza de toros espléndida que da cabida a la famosa fiesta brava,
presentaciones de artistas populares internacionalmente y como dice la canción “¡Viva
Aguascalientesssss… que su feria es un primor!”; hay regalos al paladar pues su
gastronomía es excelente; los dulces típicos son extraordinariamente
deliciosos, me acuerdo perfectamente de las charamuscas envueltas en papel
celofán de colores. Imposible dejar de mencionar los tradicionales deshilados,
maravillas textiles que elaboran a mano, así como el origen de la figura de las
catrinas de José Guadalupe Posada. En fin, hay de todo en Aguascalientes, “como
en botica”.
Los días santos se vivían de
acuerdo a la tradición mexicana y a la fe católica, actividades que
realizábamos en compañía de la Comadre: el jueves Santo acudíamos a la iglesia
a presenciar el lavatorio de pies, la oración en el huerto de Getsemaní, la
misa en conmemoración a la Última Cena, sin dejar de mencionar la visita de las
7 casas; el viernes Santo, como una evocación a la Pasión de Cristo con los
rezos correspondientes del Viacrucis; el sábado Santo, el luto por la muerte de
Jesucristo. El broche de oro de la Semana Mayor, es el domingo de Resurrección,
lo que da sentido a la esperanza cristiana. Para mí fue de mucho aprendizaje.
Las actividades de esos días me
hacían sentir el deseo vehemente de hacer otras cosas, pues no podía negar el
atractivo superlativo que significaba pedalear el cochecito azul metálico que
tenía Chacho, como cariñosamente le decía su mamá, la Comadre, al ahijado de
mis padres, niño de mi misma edad. Aunque en mi interior, lo podía tomar como
un verdadero sacrificio propio de la Semana Mayor y, estoicamente, aguantaba
hasta concluir con las conmemoraciones eclesiásticas. Chacho y yo compartíamos muchos
juegos divertidos. ¡Inolvidables!
En la convivencia de las
familias, sobre todo a la hora de la comida, no faltaba que la Comadre le
echara un grito a su hijo mayor: “¡Gussss, tráeme mi monedero que está encima
del chifonierrrr!”, con el acento típico de la gente oriunda de aquellos lares,
nos causaba tanta gracia que las amplias sonrisas se expresaban sin ningún
pudor. A la fecha, cuando lo recordamos, nos parece tan chistoso que las risas
afloran sin un ápice de moderación.
Los viajes a Aguascalientes casi
al final del año, además de la convivencia con la familia de los Compadres, mi
padre tenía el objetivo de cambiar su coche Valiant por un nuevo, del año
modelo que tocaba. Desconozco la razón por la que lo adquiría en aquella bella
ciudad, seguramente el concesionario lo consentía mucho y cada año lo esperaba
con un vehículo destinado especialmente para él.
Recuerdo que en la agencia Valiant
recibían a mi padre, y por ende a toda la familia, con bombo y platillo cuando
íbamos por el nuevo auto. Si mi memoria me es fiel, era uno de color verde, ese
año. Seguramente tenía innovaciones y mejoras estéticas y de potencia
comparadas con la del coche que se quedaba a cuenta del nuevo, aunque era igual:
de cuatro puertas.
Mi padre revisaba la unidad y le
explicaban todas las bondades y comodidades del nuevo vehículo, le mostraban el
funcionamiento de cada parte, le hacían las recomendaciones de cuidado y
mantenimiento. Era momento de cambiar las placas vehiculares para que se
pudiera circular por las calles, avenidas y carreteras sin problemas, por lo
que, antes de abordarlo, mi padre dijo a la persona que lo atendía: “Deme el
mismo número de placas, el 11-66-11, que me ha dado tanta suerte con mis coches”.
Llevaba varios años con esa fortuna.
https://www.hemmings.com/stories/article/primary-plymouth-1964-plymouth-valiant-v-100
MI FAMILIA TAMBIÉN TUVO UN VALIANT "ACAPULCO",ERA UN MODELO DEPORTIVO A 2 TONOS,BLANCO Y AZUL CELESTE. TENÍAN MUY BUEN MOTOR. LO COMPRAMOS EN AUTOMÓVILES AMERICA,EN GRAL.PRIMM #52. EN ESOS TIEMPOS LAS AGENCIAS DE AUTOS TE TRATABAN MUY BIEN Y TENÍAN TODO TIPO DE ATENCIONES CON LOS CLIENTES. YA LLOVIÓ.........ERAN "LOS BUENOS TIEMPOS" SALUDOS.
ResponderBorrarWoww, que bonitos recuerdos, creo acordarme de un auto que tuvo mi papá, Maverick no recuerdo que modelo era, pero si sé que era amarillo canario y a mi papá le encantaba, uff! cuántos viajes hicimos... bonitos recuerdos, abrazos querida amiga siempre es un deleite leer tus relatos, abrazos.
ResponderBorrarGracias por deleitarme con tus relatos, son extraordinarios.
ResponderBorrarRecordar es vivir!!! Qué memoria!!! Un abrazo
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