MI SOBRESALTO
Irma Barquet
Había sido uno de esos días
en los que las actividades y los quehaceres habían estado constantes, así que
cuando llegué a casa, me dispuse a poner un poco de orden a algunas cosas y,
también a ponerme “en traje de carácter”, así suele expresarse mi madre cuando
se refiere a despojarse de aquellos ropajes que, al final de la jornada, lo
único que hacen es molestar y estorbar, pues su principal función es
aprisionar, constreñir y erguir ciertas partes del cuerpo.
Una vez cómoda, decidí que
lo mejor era tratar de conseguir un poco de relajación física, por lo que me
dirigí a mi recámara y me dispuse a ver un poco de TV, pues ese aparato que
trae consigo tanta y tanta información de diversa índole, en mí, produce un
estado de somnolencia después de un rato de estar frente a él. Así, logré
conciliar el sueño y me quedé dormida, no sé a qué hora.
Me daba la sensación de que
había dormido mucho tiempo, cuando súbitamente desperté sobresaltada al
escuchar un ruido espeluznante, algo que difícilmente puede describir, pero fue
tan fuerte que junto con mi sobresalto y mi inesperado despertar, el ritmo de
sístole-diástole de mi músculo cardíaco era aceleradísimo.
Traté de averiguar lo que
había producido ese ruido, pero a la vez muerta de miedo, me sentía impedida
para poder levantarme de la cama y hacer una investigación física de mi casa.
Tuve ese medio que desde niña no había vuelto a experimentar, cuando estaba en
la cama y que me protegía cubriéndome hasta la cabeza con las cobijas,
haciéndome bolita, como en una posición fetal, esperaba que mi cama podría
darme el refugio y el amparo que en esos momentos necesitaba.
Seguían los ruidos, ya no
tan fuertes pero aún desconocidos, irregulares en su sonido y en su frecuencia,
pero era algo fuera de lo que normalmente escucho en mi casa.
De repente afiné mi sentido
del oído, me incorporé poco a poco de mi cama, sin llamar la atención de
aquello que producía los sonidos. Me levanté de la cama y no pretendí ponerme
mis zapatos de descanso para no tener que hacer evidente mi presencia, así que
con los pies desnudos, di pasos sigilosos hacia la estancia, lugar de donde provenían
esos ruidos, procuré que mi agitada respiración fuera imperceptible, como el ritmo
de mi corazón.
Cuando estaba a punto de
llegar al lugar preciso, advertí que una tenue luz iluminaba el lugar… de
pronto, mi estado emocional adquirió algo de tranquilidad y esa inquietud y miedo
que sentí, se tornaron en curiosidad. Seguí acercándome con pasos más cortos
hasta que logré enfrentar aquello que provocó mi temor y mi espanto.
Se trataba de un viejecito
que había penetrado por no sé qué lugar, a mi casa. Era un hombre mayor, que, a
pesar de esa luz tan sutil, dejaba apreciar un tono sonrosado en sus mejillas,
quizá producto de la baja temperatura que prevalecía en el exterior. Su ropa
era muy sencilla, podría atreverme a calificarla de pobre. En su rostro había
una gran sonrisa que permitía marcar enfáticamente las líneas que denotan la edad
en la piel facial de las personas.
Cuando este hombre,
sorprendido de mi presencia dirigió su mirada hacia mí, su sonrisa se convirtió
en un gesto sumamente amable y cordial. Abrió los brazos y al mismo tiempo dejó
escapar una gran carcajada que sonaba fuerte y franca: “Jo, jo, jo, jo, jo…
Feliz Navidad”, me dijo.
La verdad es que con tantas
actividades que suelo tener, había perdido la noción de los festejos de la
temporada, sin darme cuenta, se me escapaba la ilusión y la imaginación.
Gracias a ese hombre viejo, que me interrumpió mi tiempo de dormir, también me
despertó a la sensación de la fantasía y el anhelo creador de nuestra mente y
de nuestro corazón.
Excelente redacción. Yo creo que el causante del ruido andaba perdido o ya estaba celebrando.
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