EL DÍA MÁS FELIZ


Irma Barquet

La fría tarde era hermosa y llena de esperanza… era 24 de diciembre. Todos los preparativos se hacían con devoción, como si fuera la última Noche Buena que pasáramos y tal parece que fue un vaticinio: vinieron más fechas iguales, pero ni una como esa última, en familia.

El árbol de Navidad era alto. Llegaba hasta el techo de la sala de nuestra casa… esa casa donde pasé desde recién nacida hasta la primera parte de mi edad adulta… Esa casa antigua de dos plantas, enorme y llena de amor.

Los guisos que preparaba mi madre impregnaban con su olor, la atmósfera completa. Podíamos adivinar el menú tradicional del que consistiría nuestra cena, con solo percibir la mezcla de ingredientes aromáticos y sabrosos.

Al caer la tarde, mi padre se daba a la tarea de encender el fuego en la chimenea, que, para ello, ya tenía disponibles los leños desde varias semanas antes. El fuego ardía intensamente… Recuerdo que solía contemplarlo y las llamas me daban la impresión de representar formas maravillosas y brillantes que resplandecían en mis pupilas… El calor de la chimenea se apoderaba de mis mejillas y de mi nariz.

Esa lumbre pertinaz le daba el toque perfecto a las castañas que mi padre asaba y que degustábamos con un entusiasmo sin igual.

“¡Vámonos!”, decía mi padre, “a ver la iluminación”… Esa ocasión era muy esperada por toda la familia. Subíamos al automóvil y nos dirigíamos al Zócalo que nos recibía con ese majestuoso espectáculo luminoso, con el que se engalanaban el Palacio Nacional, la Catedral Metropolitana y los Portales, con los más espléndidos motivos navideños. Las luces de colores titilaban rítmicamente, como si estuvieran sincronizados con los latidos de mi corazón, que anunciaban la infantil emoción de aquel momento.

Paseábamos un rato en ese escenario tan singular… iba y venía la gente, los niños y las niñas disfrutaban de luces, de antojitos tradicionales puestos a la venta al mismo tiempo que los objetos alusivos a la temporada: Niños dioses, Santa Clóses, Santos Reyes, gorros, bufandas rojas y verdes, en fin…

De regreso nos aguardaban todos los motivos navideños colocados con esmero. Adornaban cada rincón de la casa, como una magnífica revelación de los sentimientos exacerbados por la Noche Buena.

La misa de gallo en San Cayetano culminaba tan significativa celebración, ocasión en la que coincidíamos con los buenos deseos de los vecinos, arropados en la acción de gracias y de la conmemoración del pasaje que une los corazones de los seres humanos que comparten sus creencias.

Llegada la hora, cada uno tomaba su lugar en la mesa del comedor. Los platos perfectamente servidos con aquellos manjares preparados con las manos de mi madre y que sólo en esa fecha se degustaban: bacalao a la valenciana, romeritos, ensalada teñida de betabel, pan… Los postres no se hacían esperar: turrones de Jijona, mazapanes de Toledo, peladillas, orejones, pastel de frutas.

Las tazas llenas de ponche con “piquete”, como el mejor energético para entrar en calor.

Después de la cena, alzábamos las copas para brindar por la Noche Buena. Nos levantábamos de nuestros lugares y empezaba el intercambio de abrazos y felicitaciones entre toda la familia.

Era urgente que llegara ese momento, pues era la seña fehaciente de abrir los regalos que desde días antes, dispuestos abajo del árbol, eran la prueba máxima de la tentación en la que debíamos evitar caer… Paquetes vistosos, envueltos con papel alusivo a la Navidad, con moños de colores en contraste… guardaban los objetos más anhelados por toda la familia, como símbolo de los presentes que el Niño Dios recibió en su nacimiento.

La Noche Buena se terminaba bastante tarde, sobre todo para mí, que era una niña.

Ir a dormir era acabar la fiesta, tristemente…


La emoción vivida ese día era una sensación indescriptible… era el día más feliz de mi vida.


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